La mirada de Cleopatra
Capítulo III
He estado flipando durante unas cuantas horas. No he sido capaz de levantarme del sofá donde me había dejado caer después de que esos extraños señores se marchasen.
En el escaso tiempo que llevo investigando, he descubierto que estoy en la planta dieciocho del lujoso hotel Four Seasons de Alejandría.
—¡Estoy en la maldita Alejandría de verdad! —grito tapando mi boca al escucharme.
Mi para nada modesta habitación consta de unos cuatrocientos metros cuadrados, tres baños inmensos de mármol blanco, con spa y todo incluido.
El mobiliario de la suite Royal al completo es de estilo clásico y me recuerda al diseño francés, eso sí, con guiños a la calidad mediterránea. Todo ello combinado con exquisitos toques egipcios clásicos. Su decoración es una perfecta combinación entre el azul y el amarillo, y dicha mezcla evoca las vistas de la ciudad con el mar, que se pueden admirar a través de los ventanales que delimitan la estancia.
Ya ha anochecido y desde la terraza principal del ático, que es donde me encuentro en este momento, descubro anonadada las increíbles vistas panorámicas del skyline iluminado y reflejado en el mar frente a mí. Nunca antes había contemplado semejante belleza urbana. La terraza está dotada con varios sofás y mesas bajas, todo muy bohemio. Aquí se respira sencillez y glamur a partes iguales, una gran paradoja, teniendo en cuenta que ahora mismo carezco de libertad.
Solo de pensar en la época de Alejandro Magno me entran escalofríos. Inspiro profundamente el olor a sal que transporta la brisa marina, embargada por tan diversas emociones…
Me siento como una auténtica reina. La verdad es que me podría acostumbrar a esta nueva vida sin problema. Suponiendo que fuese así, claro está.
El repentino y estruendoso sonido de un timbre me hace dar un salto. Pongo la mano sobre mi pecho para intentar calmarme. Busco con rapidez la procedencia del molesto pitido mientras continúa sonando, llevándome este hasta la maleta que hay sobre la cama. Abro la cremallera y compruebo aliviada que se trata del móvil.
Nota mental: cambiar la melodía de este cacharro.
«¿Qué hago? ¿Lo cojo?», me pregunto insegura, observando el aparato como si se tratase del fin del mundo. En la pantalla aparecen las palabras «número oculto» y no me da buena espina. Decido no contestar la llamada, a ver si van a ser los malos y me localizan.
De pronto se queda en silencio y puedo respirar tranquila. «El señor mayor de antes me dijo que este móvil era clandestino y que nadie podía rastrearlo. Se supone que si alguien llama, será de mi bando, ¿no?», me animo a mí misma.
Pero al instante el aparato vuelve a taladrarme el oído, asustándome de nuevo. Suena tantas veces que decido responder, aunque solo sea por no oírlo más.
—¿Diga? —Mi voz temblorosa es más aguda de lo normal, creo que es bastante posible que se deba a que estoy muerta de miedo.
—No tenemos tiempo para tus tonterías de niña mimada. —Al otro lado de la línea una voz ronca de hombre me hace estremecer, denota poder y seguridad, es como un maldito locutor de radio, pero uno muy cabreado—. En cinco minutos te espero en el lobby —ruge.
—Pe-pe-pero… —balbuceo.
Y me cuelga.
Permanezco paralizada por completo, contemplando el aparato que tengo entre mis manos como si fuese una granada a punto de estallar.
Inspiro hondo e intento serenarme.
Observo apenada lo que antes era un vestido rojo precioso y ahora es un acordeón de tela sucia, aunque no me preguntéis el motivo de tal catástrofe, yo he estado drogada. «No puedo salir de la habitación así vestida, llamaría la atención enseguida», pienso. Supongo que los clientes que ocupen este hotel «de humildes» tendrán más bien poco.
Decido no bajar al lobby, desobedeciendo deliberadamente al señor de la voz grave que me ha ordenado que lo haga.
No tardan en aporrear la puerta. Varias veces.
Otra vez me sobresalto.
—¡Joder! No me han dado tantos sustos en toda mi vida —me quejo.
Me apresuro hasta la entrada a la suite, pero antes de darme tiempo a comprobar por la mirilla de quién se trata, esa voz atronadora me hace estremecer de nuevo, esta vez desde el otro lado de la puerta.
—¡Abre de una maldita vez! —ruge asestando fuertes golpes de manera convulsiva en la madera.
—¡No pienso abrir, no sé quién eres! —le respondo aturdida.
—Si no abres, tiraré la puerta abajo —exclama cabreado.
—Pues tírala…
Dicho y hecho.
En un segundo la puerta desaparece ante mis ojos y, tras ella, emerge victorioso el hombre más atractivo que jamás haya visto.
Es muy alto y fibroso, tiene el pelo de color castaño, más largo de lo habitual y despeinado a lo loco. Está frente a mí, impertérrito, penetrándome con dos preciosos ojos castaños envueltos por una oscura e intimidante mirada. Tanto es así que mi boca no puede cerrarse, creo que mi mandíbula está rozando el suelo. Solo hace falta que asciendan querubines cantando con arpas a su alrededor.
—No pienses que vas a salirte con la tuya como hacías con el pobre Giulio —me amenaza con el dedo al traspasar el umbral de dos zancadas—, ¡yo no soy ningún calzonazos!
No soy capaz de articular palabra, tengo la misma sensación que si me hubiesen metido papeles arrugados en la boca, es decir, que está completamente seca. Y mi sangre hace un instante que dejó de recorrer las venas de mi cuerpo.
¡Qué pedazo de tío, es guapísimo!
Lleva un pantalón de traje negro, se ha debido quitar la chaqueta en algún sitio, junto con la corbata, porque lleva el cuello descolocado de la camisa blanca de manga larga remangada hasta los codos.
—¿Quiere hacer su majestad el favor de mover su real culo y bajar al maldito vestíbulo de una puta vez? —ordena el energúmeno trajeado de metro noventa que tengo delante.
Es entonces cuando por fin reacciono, y lo hago como si todo esto no me estuviese ocurriendo en realidad, como si fuese la misma de siempre haciendo frente a cualquier idiota en la calle, sin importarme lo más mínimo quién demonios sea el hombre que tengo delante ni el hecho de que esté tan bueno.
—¿Tú eres gilipollas o te lo haces? —espeto furiosa con los brazos en jarras.
Él ahoga un amago de furia, aunque lo contiene enseguida. Estoy segura de que ha sido una involuntaria mueca de fastidio ante mi reacción, pues seguramente no esté acostumbrado a que le lleven la contraria, tiene toda la pinta.
Levanta una de sus manos para pasarla por su sedoso y perfecto pelo ondulado, mientras su otra mano descansa sobre su cadera. Clava sus más que impresionantes ojos trigueños en mí, y la verdad es que impresiona.
—¿Quieres que te muestre cómo tratamos aquí a las mujeres como tú? —Ahora parece algo más sereno.
—Lo que quiero es que te vayas a tomar por…
No me da tiempo a terminar la frase porque se agacha y me carga sobre su hombro para sacarme de allí como a un saco de patatas, ignorando las miles de maldiciones en todos los idiomas que hablo y los puñetazos improductivos que le asesto en sus marmóreos lumbares.
Una vez que entramos en el ascensor, me deja en el suelo porque no le queda más remedio. Intento pegarle un buen puñetazo, pero atrapa mis muñecas entre sus fuertes manos antes siquiera de lograr levantar el brazo. Nos miramos el uno al otro reflejando un odio mortal.
El ascensorista, o encargado de llevar a los clientes al piso que deseen, nos observa con una cara muy rara; estoy convencida de que le damos miedo. Entonces, «Destroyer Man» me suelta de mala gana y le dice algo en árabe que hace que el empleado me mire y sonría.
—Intenta comportarte como una dama, aunque te resulte difícil. Las mujeres egipcias no son tan inelegantes como tú —refunfuña entre dientes.
¡¿Inelegante dice el imbécil?!
Yo respiro con dificultad y aprieto con rabia mis puños mientras me esfuerzo en no contestar a semejante insulto, o no asestarle un buen guantazo en su perfecto rostro, para ello centro mi atención en contemplar cómo se van iluminando los numeritos en la pantalla digital del elevador al descender las plantas.
Intento no mirar al ser sin escrúpulos ni educación que tengo a mi lado, pero me resulta muy difícil porque él no aparta su mirada de mí y me está poniendo muy nerviosa.
Llegamos a la planta baja. Las puertas doradas del ascensor se abren y él sale primero, pero yo no lo sigo, como fijo que se supone que debo hacer. Se detiene para girarse despacio. Nos miramos, retándonos. Hace un leve gesto con la cabeza para indicarme que vaya, pero no obedezco, lejos de eso, levanto el dedo corazón de mi mano derecha y le digo, solo moviendo mis labios, «que te jodan».
—Tú lo has querido —dice viniendo hacia mí de nuevo.
—¡No, no, no, no! —exclamo, retrocediendo y negando con ambas manos—. Iré contigo, pero no me cojas más —le suplico.
Él se gira triunfante y camina con paso seguro, elegante y grácil a través del lobby del hotel, sorteando a la multitud de personas que caminan por aquí y seguido de cerca por mí, hasta que entra en un Starbucks.
Esto es lo más surrealista que me ha sucedido en la vida, en serio, y mira que tengo historias surrealistas para contar, pero esta supera a todas con creces.
Con el corazón rebosante de emoción al terminar de leer esta extraordinaria historia que hasta lagrimitas me sacado. Sin duda Anabel García ha vuelto a recuperar su chispa!! Sin quitarle méritos a sus libros anteriores pero éste me ha encantado. Creo que ha acertado grandemente al escoger estos dos personajes de la historia de la humanidad (Cleopatra y Marcos Antonio) para desarrollar el tema de su libro. Siendo una apasionada de la cultura Egipcia nunca había profundizado en la historia de Cleopatra pero Anabel García en éste libro me ha cautivado de tal manera que invita al lector a la búsqueda de información, a disfrutar de la música egipcia, a admirar la inteligencia, amor de madre, y fortaleza de Cleopatra. Desde ya soy su fan #1. Esta historia esta llena de amor, pasión, misterio, intriga, acción, empatía y perservacion del linaje. Toca temas de gran envergadura como el ser humano destruye por enviada y codicia todo en el mundo llevándose de paso a los más desvalidos. Las escenas entre los protagonistas...ufff fuegooo. Me reí como loca con la escena de belleza de la mascarilla jajaj tomen nota. No me queda más que felicitar a Anabel García por este libro y desarle el mayor de los éxitos.